«Qué no nos representan». Uno de los ecos más reconocibles de las manifestaciones del 15M hace referencia a un sentimiento de indignación social. La distancia entre políticos y ciudadanos se empieza a palpar desde las entrañas del sistema electoral, el embrión de la democracia. El debate sobre los mecanismos para designar a nuestros representantes ha salido a la calle.
Las críticas aseguran que el sistema electoral español favorece el bipartidismo y las mayorías absolutas pese a que la Constitución habla de «criterios de representación proporcional». Sin embargo, la proporcionalidad (es decir, la relación entre el porcentaje de votos y el reparto de los escaños) resulta una mera apariencia. La razón de este desagravio reside en la genética del propio sistema. En la Transición se diseñó una estructura para que el peso en escaños de los partidos principales resultara superior a su porcentaje de votos. El objetivo era evitar la fragmentación partidista de la cámara en las primeras elecciones democráticas. Esto favoreció la configuración de un gobierno estable, capaz de llevar a cabo la transición política.
Óscar Alzaga, uno de los padres del sistema electoral español, reconoció que el encargo que recibieron consistía en «diseñar un conjunto de mecanismos que permitiera a la UCD alcanzar la mayoría absoluta de escaños en el Congreso con sólo el 36-37% de los votos, justamente el porcentaje que le auguraban las encuestas preelectorales», según cuentan los catedráticos José Ramón Montero y Pedro Riera en un informe presentado al Consejo de Estado sobre la reforma del sistema electoral.
El catedrático conservador Alfonso Fernández-Miranda, defensor del actual sistema, admite que «no hay norma electoral inocente». Giovanni Sartori (posiblemente el politólogo más famoso del mundo) va más allá y considera que las normas que regulan la designación de representantes son las «más manipulables» de todo sistema político. ¿Por qué? La respuesta se encuentra en los elementos que configuran la estructura de nuestro ADN electoral.
Una de las variables que pueden influir en la proporcionalidad del sistema es el número de escaños que pueblan el Congreso de los Diputados, que la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG) establece en 350. La Constitución, más flexible, propone un mínimo de 300 y un máximo de 400. Pese a su aparente trivialidad, esta cifra no resulta ni mucho menos caprichosa: a menor número de escaños en la cámara, mayor dificultad para conseguir una representación proporcional.
Aparte de este rasgo, también influyen las peculiaridades de la circunscripción electoral que rige el reglamento español: las 50 provincias, más Ceuta y Melilla. Según los expertos, ésta es la variable más determinante, la que impone una mayor discriminación. Cada una de las 52 unidades territoriales sufraga con independencia del resto. Además, la cantidad de escaños de una circunscripción a otra es muy heterogénea. En 2008, al PSOE le costó un diputado en Soria (distrito con dos escaños) algo más de 23.000 votos, mientras que en Madrid, con 35 escaños, cualquier formación necesitó al menos 100.000 papeletas para obtener el mismo premio. Es decir, el voto de un ciudadano en Soria posee cuatro veces más valor que el de un elector de Madrid, lo que viola el principio de igualdad de voto que recoge el artículo 68.1 de la Constitución.
Es la magia de un sufragio genéticamente modificado para que los distritos con menos escaños se encuentren «notablemente sobrerrepresentados», mientras que las regiones que más escaños reparten sufran «una aguda infrarrepresentación», explican Montero y Riera. En los distritos españoles de menor magnitud (con pocos escaños) se cuece el bipartidismo, son pequeños sistemas electorales mayoritarios donde se penaliza el voto disperso de IU o de UPyD, partidos minoritarios de ámbito nacional.
En estos distritos pequeños también se mueven con comodidad las formaciones nacionalistas, con un electorado más concentrado. Así es como estos partidos han llegado a erigirse en árbitros de la política de alternancia española. Un ejemplo ilustrativo: en las últimas elecciones PSOE y PP necesitaron 66.000 votos para alcanzar un escaño; IU precisó 484.000, y UPyD, 306.000 sufragios. Al PNV le sobró con 51.000 papeletas. Rosa Díez y Gaspar Llamazares claman al Congreso por una representación parlamentaria acorde al número de votos recibidos. El resto de partidos no oye, no quiere oír. Unos porque juegan y otros porque arbitran… prefieren el sufragio desigual.
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Para profundizar en el ADN electoral br>
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Comentarios
2 Responses to “La genética de un sufragio desigual”
Para flipar. Que es un mecanismo a la medida está claro.
¿Pero cuál sería el sistema más adecuado para una sociedad como la de hoy en día?
Sólo tengo preguntas, no respuestas. Además, es un tema en el que influyen muchas variables… complicado, la verdad.