Hablar con Andrés Neuman parece un juego porque sus palabras se asemejan a un mecano de piezas armadas con un patrón cambiante, proteico. Porque el título de su último libro de relatos, ‘Hacerse el muerto’, es un simulacro donde la sonrisa comparte rostro con los ojos del dolor. Son los juegos de supervivencia que tanto gustan a su literatura.
La entrevista estaba concertada en el Hotel Astoria de Valencia, que aún conserva el estilo decimonónico en sus estancias pese a la reforma que se llevó a cabo hace un par de años. Neuman conoce bien el XIX («el primer siglo veloz, no el último lento», matiza) porque allí se ambienta ‘El viajero del siglo’, novela que le valió el Premio Alfaguara y el Premio Nacional de la Crítica y en la que propone una relectura de la Europa de la Restauración a través de una mirada contemporánea. Un juego de ida y vuelta que retrata ambas épocas, aunque con diferentes herramientas. Además de la novela, se ha adentrado en los laberintos de la poesía y en las brumas del cuento. También le gustaría explorar la corporeidad de las voces que ofrece el teatro.
La primera pregunta iba dirigida a ‘Hacerse el muerto’ (editorial Páginas de Espuma), pero la mirada aguda de Neuman se perdió en las dos grabadoras idénticas que registraban sus palabras. «Literatura fantástica», exclamó este argentino amable y divertido, también delirante en algunos momentos, antes de volver a la cuestión. Es un libro de «cuentos de montaña rusa» porque exploran el lado cómico y amargo de la muerte y, por tanto, afloran «emociones muy extremas y contradictorias». En las primeras páginas se percibe al trasluz la pérdida de su madre. «Entré en el hospital muerto de odio y con ganas de dar gracias. Qué frágil es la furia», abre ‘Madre atrás’, relato que concluye con una imagen bellísima, sensorial. «Y yo le pasé la esponja por la espalda, hice círculos en los hombros, recorrí los omóplatos, descendí por la columna, y antes de terminar escribí en su piel mojada la frase que no había sabido decirle antes, cuando cruzamos juntos la frontera».
En otros cuentos, como en ‘Un suicida risueño’, recurre a la parodia. En todos los relatos está presente la búsqueda, la experimentación. Ya sea con el lector («el cuento es un género muy silencioso, pero ese silencio genera otro tipo de ruidos o músicas, que están más en la cabeza del lector que en el propio texto») o con el estilo, el argumento y la arquitectura del texto. La intención es «desordenar el orden» (destruir las instrucciones del mecano), tal y como sucede en ‘Policial cubista’:
«Entré de perfil en mi sala cuesta arriba. Apagué media lámpara y después la otra media. Me pareció escuchar un ruido posterior. Pero aún no había entrado en la sala. O sí, depende. Grité por si acaso. Mi voz ascendió, tocó techo, rebotó amarilla como una pelota de tenis y volvió a mi boca. Lógicamente, nadie pudo salvarme. Mi cadáver yacía en un extremo del cuarto. Por el otro se escapaba el pie izquierdo del asesino. ¿Qué hacía la lámpara todavía encendida? He ahí la cuestión»
Quizá el relato breve y los microtextos (aforismos, haikus y microrrelatos) sean los géneros por los que más se le conoce (escribe regularmente en su blog Microrréplicas). Por eso mismo, le pregunté por el engranaje entre la narrativa breve e internet. «Dicen que las nuevas generaciones no quieren muchas páginas para leer y luego ves que Harry Potter, el mayor best seller infantil de nuestra época, ha sido una novela romántica, por entregas; un fenómeno del siglo XIX. Las épocas impacientes también segregan la necesidad de la paciencia». Otro juego de ida y vuelta entre dos universos. Aunque Neuman emplea la metáfora del puente y las orillas opuestas para reflejar las contradicciones de la red (y de las épocas). Por un lado, los microtextos han encontrado un cauce en internet, pero al mismo tiempo «nunca se ha editado tanta literatura clásica como ahora», dice. Pone un ejemplo: la cuenta de Twitter de Samuel Johnson (1709-1784), con más de 30.000 seguidores, ha propiciado la reedición de sus textos. «Lo interesante es el mecanismo de retroalimentación entre la tradición y las nueva tecnologías. La gente que dice: Internet no me interesa, yo soy más clásico. Es un error. Porque, precisamente, si eres clásico te encantaría internet».

Neuman, descansando en el Cementerio de Guadalajara en una imagen tomada en 2007. Foto: Moramay Herrera Kuri.
No pude evitar preguntarle por el detective salvaje Roberto Bolaño y por las palabras que le dedicó en ‘Entre paréntesis’: «La literatura del siglo XXI pertenecerá a Neuman y a unos pocos de sus hermanos de sangre». ¿Sus palabras son una carga? «No sé si son una carga pero son un error (aclara). Bolaño era un crítico visceral, de filias y fobias, y ahora que ha muerto y se ha convertido en una leyenda, sus opiniones las releemos de forma solemne y entonces, sin querer, lo traicionamos, porque Bolaño nunca opinó de manera solemne. Me parecen, además, una responsabilidad imposible de cumplir. Toda mi literatura será siempre un fracaso si la medimos con ese articulillo que decidió dedicarme. Lo veo más bien como un respaldo a un escritor joven, una hipérbole generosa».
Cuenta que conoció y trató a Bolaño en sus últimos años de vida. Lo vio sólo una vez, en su casa de Blanes (Girona), donde el escritor y poeta chileno le invitó a jugar al ajedrez y a beber whisky. «Era un discutidor apasionado y lo que más me impresionó de él, viendo lo que ocurrió con su salud, era esa manera tan agónica de escribir. Él sabía perfectamente que se iba a morir pero escribía como si no se fuera a morir nunca. Esa contradicción me resulta muy aleccionadora. Así deberíamos vivir», exclamó Neuman. Antes de marcharse, le pregunté por las últimas palabras que escribe en ‘Hacerse el muerto’ («era desmesuradamente feliz sintiendo que tenía todo el lenguaje por delante»). «Qué bonito epitafio sería eso», me dijo. Luego se fue.
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