Es imposible clasificar la obra fotográfica de Alberto Schommer por diversa, porque de su pulsión por experimentar han germinado retratos, viajes, paisajes urbanos y paisajes negros, cascografías… temas y técnicas que ha abordado con un lenguaje original. Todo por su amor a la fotografía, porque, como él dice, “la magia de los momentos recordados hay que alargarla”.
Estas palabras surgieron de ‘Elogio a la fotografía’, discurso que Schommer pronunció al ingresar en la Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1998, donde también reconoció que las imágenes reunidas en la exposición ‘La familia del hombre’ resultaron fundamentales a la hora de dirigir sus pasos hacia la fotografía profesional. Para este fotógrafo de Vitoria, de padre alemán y madre española, esta muestra (considerada la mayor empresa fotográfica jamás realizada) fue “la piedra filosofal” que se transmutó en la señal que marca el camino de su vocación, en un momento en que su talento busca un refugio para imaginar. Se inicia con la pintura (incluso resulta seleccionado en la Bienal de Cuba), realiza cortometrajes y escribe.
También toma fotos alentado por su padre, Alberto Schommer Koch, alemán afincado en Vitoria, ciudad en la que abrió un estudio durante la década de los 40. Sin embargo, no da el paso definitivo hasta que no descubre ‘La familia del hombre’, esta “gran sinfonía” de las manifestaciones humanas que comisarió Edward Steichen en el MOMA, en la década de los 50. Allí están Ansel Adams, Irving Penn, Avedon, Robert Frank, Brassaï, Cartier-Bresson, Lange, Arbus, y muchos más. Los más grandes le enseñan que “el mundo, a través de la fotografía, es mayor y más cercano”.
En 1966 se traslada a Madrid y abre su estudio. En la década de los 70, de un encargo de ABC para retratar a personalidades de la cultura y de algunos trabajos anteriores surge ‘Retratos psicológicos’, donde queda patente su rompedora forma de retratar. En sus luces (y sobre todo en sus sombras) quedan atrapados Miró, Chillida, Alberti, Tàpies, el rey Juan Carlos I, Felipe de Borbón o Adolfo Suárez. Los obispos Tarancón y Suquía rezan mientras levitan, una máscara de Franco se disuelve en un tríptico. En las décadas de los 70 y 80 estas imágenes rompen moldes y se convierten en un crónica visual de la Transición. Hasta el punto que Franco, tras un Consejo de Ministros, indica a sus dirigentes que no se dejen fotografiar por ese fotógrafo “extranjero”.
Una mirada crítica y simbólica que le permite retratar a Andy Warhol envuelto en una bandera americana mientras pinta una de las barras. La imagen se convirtió en icono de la cultura popular. Esta fotografía es una de las 20 que la librería Railowsky de Valencia exhibe en su cuarto trasero a modo de pequeña antología. En su obra los retratos conviven con las cascografías (técnica inventada por él que consiste en aprovechar la deformación del papel fotográfico), álbumes de viajes a lo largo y ancho de los cinco continentes, montajes, series dedicadas al País Vasco, naturalezas muertas y paisajes (de los que dice: “las sombras son el mayor elogio para la luz”).
Pero el retrato detenta un sitio privilegiado en el alma de este vasco. “Es quizá el hecho más importante dentro de la fotografía”, dice. Y también: “El retrato es una compulsión de fuerzas, de tensiones construidas en un largo tiempo de conocimiento, diálogo y aceptaciones”. La obra de Schommer se ha exhibido por todo el mundo, de la mano de su reconocimiento como hacedor de la memoria visual española y de la historia de la fotografía, que tanto le ha dado. “Me suelen preguntar cómo veo el mundo siendo fotógrafo: lo veo de dos maneras, cuando llevo la cámara o cuando estoy sin ella. En el primer caso siento, vivo doblemente la realidad”.
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