Hay páginas destinadas a llenar el vacío que envuelve la vida privada de los escritores que han entrado en la Historia de la Literatura. Las páginas, prácticamente inéditas, de ‘Unos días en el Brasil’, del argentino Adolfo Bioy Casares, revelan las filias y fobias terrenales de un escritor que encontró en la fantasía una buena forma de explicar la realidad.
Estas páginas de trastienda se enroscan a partir de un viaje que Bioy Casares (1914-1999) realizó en 1960, motivado por una invitación al congreso del PEN Club en Brasil. Entre Río de Janeiro, São Paulo y una imberbe Brasilia (de la que se celebra su cincuenta aniversario como capital de Brasil), Bioy Casares se desmenuza, se humaniza. “En el bar, agua mineral, queso, aspirina, dolor de cabeza; la tierra se mueve debajo de los pies. Ducha: porque el agua fría sale caliente voy a protestar, pero recapacito y me contengo”, escribe Bioy nada más aterrizar.
También desmenuza la infancia de Brasilia a través de una serie de fotografías que exhibe estos días la Librería Bibliocafé de Valencia e incluye ‘Unos días en el Brasil (Diario de viaje)’, publicado simultáneamente desde Argentina, México y España por las editoriales La Compañía y Páginas de Espuma. “Fotografié, no sé con qué resultado, casas dignas del peor (o del mejor, tanto da) Le Corbusier y a indios, con orejas de un palmo y perforadas, que hace tres años vivían como únicos pobladores de la zona”, anota en su diario.
Las reflexiones se adentran en los ámbitos más variopintos y dejan patente su rechazo legendario a todo tipo de vida social. Sobre España, nos desvela un menudo episodio, que protagoniza con Mateu, su “amigo”, el delegado catalán. “Me despido del catalán, que me hace firmar un manifiesto en defensa de la lengua catalana, que Franco prohíbe. En este punto me dan ganas de cerrar los ojos a lo abominable que hay en toda coaación gubernativa y comentar que a lo mejor acabarían las guerras si un gobierno universal obligara a todos los habitantes del planeta a hablar la misma lengua. (…) Recapacito que de ningún modo hay que ceder al despotismo y firmo”.
Sin duda lo más sobresaliente del diario es su parte más brumosa. Un trazo en diagonal que aglutina y atraviesa la trama. Comienza, precisamente, en un viaje anterior (de 1951, como desvela en la primera página), cuando conoce a Ophelia, “una brasilerita dorada y rojiza, de ojos azules”, de la que se enamora en París. Los trámites de un posible reencuentro en el viaje de 1960 persiguen a Bioy por todo el relato. Un artilugio narrativo que el autor argentino ya empleó en su novela más conocida: ‘La invención de Morel’.
‘La invención de Morel’ es una historia de ciencia ficción, una fantasía de algo más de cien páginas que protagoniza un fugitivo en una isla utópica. Un opuesto a Robinson Crusoe que no naufraga, sino que busca su “paraíso privado”. Esta isla de duplicidades, con dos soles y dos lunas, en la que un hombre descubre construcciones abandonadas e “intrusos”, fue la inspiradora de la archiconocida serie Lost. Como guiño: en el cuarto episodio de la cuarta temporada, se ve a Sawyer, uno de los personajes principales de la serie, leyendo esta novela.
Borges, amigo y cómplice literario de Bioy Casares (los llamaban “Biorges”), sentencia en un prólogo casi tan famoso como la novela: “La invención de Morel (cuyo título alude filialmente a otro inventor isleño, a Moreau) traslada a nuestras tierras y a nuestro idioma un género nuevo. He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta”. Como a Borges, a Bioy le gusta construir laberintos escritos que tienden a desembocar en lo metafísico. Lo hace a través de un despliegue de hipótesis sobre la isla con un punto de encuentro: Faustine (“Esa mujer me ha dado una esperanza. Debo temer las esperanzas”). En el desasosiego de la isla esa esperanza se torna en una nueva libertad, que poco a poco da lugar a la esclavitud del amor.
¿Y Morel? El que da título a la novela. El personaje que habla de la inmortalidad. Las siguientes palabras del protagonista sobre Morel bastan para imaginarlo (previa lectura del libro, claro): “¿Quién no desconfiaría de una persona que dijera: Yo y mis compañeros somos apariencias, somos una nueva clase de fotografías?”.
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