Þingvellir, el primer parlamento del mundo

En el año 930 d. C. los vikingos de Islandia constituyeron el primer parlamento democrático del mundo en Þingvellir. En este valle mágico donde chocan la placa tectónica norteamericana y la euroasiática, se reunían una vez al año los representantes de los clanes para dirimir los asuntos de un país…

Þingvellir, el primer parlamento del mundo

En el año 930 d. C. los vikingos de Islandia constituyeron el primer parlamento democrático del mundo en Þingvellir. En este valle mágico donde chocan la placa tectónica norteamericana y la euroasiática, se reunían una vez al año los representantes de los clanes para dirimir los asuntos de un país sin reyes.

Þingvellir; la asamblea se celebraba donde se encuentra la bandera. Foto: © Rafa Honrubia

En Þingvellir la asamblea se celebraba donde se encuentra la bandera. Foto: © Rafa Honrubia.

A Þingvellir (leído Thingvellir) se llega desde Reykjavik por una carretera rodeada de granjas especializadas en la cría del caballo islandés, muy apreciado por las cualidades únicas de una raza capaz de realizar dos pasos más, aparte de los habituales paso, trote y galope (de hecho, para preservar su pureza, si un caballo sale de la isla por los motivos que sean, no puede volver a entrar). Al llegar a Þingvallavtn, el lago más grande de Islandia, en el que convergen las aguas glaciares con el manantial termal Vellanktala, se da uno cuenta de que éste no es un lugar común.

El paisaje del valle es cambiante. Las entrañas de la tierra cobran vida en el país más joven de Europa en términos geológicos, moldeado por las erupciones volcánicas submarinas que se cuecen entre las dos placas continentales que han formado una brecha a lo largo del inhóspito centro de la isla. La cicatriz que atraviesa Islandia se hace visible en Þingvellir, donde la actividad volcánica ha condicionado un paisaje de suelos rocosos poblados de musgo y arroyos que se deslizan, saltos de agua, grietas, lagos, cuevas, piscinas naturales…

Mitología islandesa

En silencio se siente el movimiento de la tierra, e incluso se percibe la presencia de los seres sobrenaturales que protagonizan la mitología islandesa. Los elfos, trolls y enanos de las sagas que inspiraron a J. R. Tolkien para perfilar a los pobladores de la Tierra Media tienen gran aceptación entre los islandeses hasta el punto de que, según una encuesta de 2007, un 37% de los habitantes de la isla no niega la existencia de estos seres, un 17% cree probable su existencia y un 8% lo afirma con rotundidad. No es Islandia un lugar que deje indiferente a aquellos que lo visitan.

Un matrimonio en uno de los saltos de agua de Þingvellir. Foto: © Rafa Honrubia

Un matrimonio en uno de los saltos de agua de Þingvellir. Foto: © Rafa Honrubia

Þingvellir, que significa algo así como “los campos de la asamblea”, tiene un profundo significado histórico y simbólico para el pueblo islandés. En 2004 fue designado Patrimonio Mundial de la Unesco, y desde entonces, cientos de turistas pasean cada verano por las inmediaciones de la Lögberg, la Roca de la Ley, en las faldas de la falla Almannagjá, donde se reunía el AlÞing, la asamblea que representaba a todos los habitantes de Islandia. El eco del acantilado permitía a los oradores amplificar su voz para difundir las leyes debatidas y promulgadas en asamblea, zanjar los litigios y pactar matrimonios.

Aquí se promulgó entre los años 999 y 1000 un nuevo credo. El orador Þorgeir Ljósvetningagoði declaró el Cristianismo religión oficial de Islandia, y según cuenta el ‘Íslendingabók’ (‘El Libro de los Islandeses’), escrito durante la Edad Media, este “hablante de leyes” (así se llamaban los legisladores) lanzó los iconos paganos a las aguas bravas de Goðafoss, la cascada de los dioses.

Adelantándose a su época

Antes de esto, durante la época conocida como la Edad del Asentamiento, entre el año 870 y el 930 d. C., se establecieron de forma permanente colonos noruegos que huían de las disputas políticas en tierras escandinavas. De acuerdo con el ‘Íslendingabók’, el primero en llegar para quedarse fue Ingólfur Arnarson. Para cuando el hijo de Ingólfur, Þorsteinn, alcanzó la edad adulta, Islandia ya contaba con granjas diseminadas a lo largo de su costa. Los terratenientes se reunían en asambleas regionales (Þing) para resolver conflictos y comerciar. Pronto se dieron cuenta de era necesario crear una asamblea nacional (AlÞing). Los colonos noruegos, adelantándose a su época, comprendieron que una institución de estas características mejoraría el represivo sistema monárquico escandinavo que habían sufrido al otro lado del mar.

Durante este tiempo nacieron la sagas, narraciones épicas que constituyen el tesoro cultural más preciado de Islandia. Edulcoradas con dioses paganos y seres sobrenaturales sugeridos por el poder telúrico de los desiertos, campos de lava, géiseres, volcanes, auroras boreales, glaciares y fuentes termales.

Todavía hoy, pese al turismo, se percibe el hechizo de esa época en una isla cuya superficie equivale a la de Inglaterra pero sólo cuenta con 320.000 habitantes, repartidos en su franja litoral. Viven con una luz inextinguible en verano e inexistente en invierno, como si las fuerzas ocultas de la naturaleza hubieran levantado el primer parlamento del mundo para enseñar el camino a los hombres y mujeres en un lugar que Jorge Luis Borges bautizó, con mucho acierto, como “la isla secreta”.